jueves, 27 de agosto de 2009

Grandes películas: Blade Runner



Hoy quiero recordar a una de las mejores películas de ciencia ficción jamás producidas, Blade Runner de Ridley Scot (1982). Para quienes no conocen esta increíble historia donde se describe perfectamente un posible futuro en el cual conviven “replicantes” y “blade runners”, cuerpo especial de la policía, he aquí una breve sinopsis, les comento que es altamente recomendable.

La historia transcurre en el año 2019 en la ciudad norteamericana de Los Ángeles donde un policía, Rick Deckard (Harrison Ford) es llamado de su retiro ante la muerte de un colega en mano de los replicantes. Ante la duda de volver o no, Deckard decide investigar a fondo a estos mecas para llegar a la raíz del asunto, y en esa misión conoce a Rachel (Sean Young) una joven secretaria de la compañía Tyrell que diseñaba los modelos Nexos-6 o replicantes. En ese momento, somete a la muchacha a una prueba para corroborar si es humana o replica.

Después de idas y vueltas con esta replicante encubierta, descubre a la banda disidente de Nexos-6 liderada por Roy Batty (Rutger Hauer) y Pris (Daryl Hanna) que le darán problemas al querer adueñarse de la compañía y de prolongar su corta y programada vida.

El film es intrigante y a la vez apasionante, mostrándonos el mejor papel de Harrison Ford. La dirección de arte y la fotografía, pocas veces vistas en Holliwood, hablan de la fuerte apuesta del director y de cómo permanece en los tops de este género. En cuanto a la música a cargo de Vángelis, es muy significante.

Un brindis por esta película, que nunca se pudo superar. Por lo menos, a mi criterio.
Les dejo el link del trailer.
http://www.youtube.com/watch?v=s9F0bwZXdeY

Anoche



Abrí los ojos y sentí que no respiraba, pensé que era el efecto de despertarse hace un rato pero no. No era eso. No sabía bien qué era, pero era algo que me molestaba y que, en cierta manera, intetaba prevenirme. Me senté en la cama y el aire empezaba a resultarme familiar como el mismo aire de todos los días. Me levanté sin hacer mucho ruido, agarré el vaso con agua que tenía en la mesa de luz que estaba al lado de la cama. No recuerdo si estaba vacío o a punto de, pero sí recuerdo que lo volví a dejar en el mismo lugar. Pasé frente al espejo sin querer verme y me dirigí al baño. Encendí la luz y me senté un rato a pensar, sólo que no llegué a pensar nada porque las gotas que caían de la canilla, mal cerrada, me distrajeron. Pensé en levantarme y cambiarme para ir a trabajar pero no pude hacerlo. Algo me decía que no tenía que dejar ese lugar. Así que permanecí así hasta que sonó el despertador.

Lo que vino después fue confuso, extraño y poco frecuente. La ventana estaba abierta, casi cerrada pero abierta al fin. Pensé en qué fue lo último que hice la noche anterior, si había tomado demasiado vino o si sólo fue una copa como acostumbro en esas noches en las que tengo que hacerlo. Entre lo que pasaba por mi mente, algo vino de manera grotesca y burda. Eran unas fotos que estaban en la mesa, sin orden alguno y dispuestas en cualquier dirección. Me acerqué a ella, corrí una silla y me senté para esperar algún estímulo automático que me hiciera mirarlas. Pero sin pensar que llegaría, llegó.


Había gente que no conocía y que sonreía, pensé tal vez que en el momento de ser retratados algo bueno les pasó y por eso se congelaron para siempre en esa, por momentos, ridícula pose. Sin embargo me resultaban familiares todos esos rostros que aparecían, ahora, con más frecuencia. De repente sentí ganas de llorar, sentí una nostalgia ya conocida, y en ese momento fue cuando la vi. Estaba vestida con ropa de otra época, de un tiempo ya olvidado por las calles de Buenos Aires, por su gente y por mi. Estaba vestida como si fuera a quedar en ese lugar eteramente. No miraba a la cámara, ni miraba a alguna de las personas que estaban con ella. Sólo miraba hacia abajo con cierta intolerancia a lo que podía llegar a pasar con la situación. Después pensé que quizás era de esas personas que suelen actuar según el momento y no por convicción, de esas que prefieren adaptarse a lo que está pasando y no entrar en diferencias, de esas que siempre intetan la conciliación. En esa foto estaba mi mamá.


Entonces todo se empezó a aclarar en mi mente. El vaso vacío, que contenía agua era para saciar la sed de una embriagada noche en la que sentado en esa mesa, intenté buscar un último mensaje, una última respuesta, un último algo. Es raro que ante ciertas situaciones las personas se sientan más a gusto con las más dolorosas e incomprendibles, como me sentí yo. Tal vez no existan respuestas a determinadas preguntas, tal vez no cabe la posibilidad de comprender algo que se escapa de una fotografía y tal vez el sufrimiento por lo incomprendible sea un sufrimiento menos doloros y más cautivante. Pero hay algo que esa foto tenía que no tenían otras que habían quedado debajo del montón sobre la mesa. Algo que me hizo elegirla como la última. Era esa expresión que conocía y que me producía la nostalgia que no entendí en un principio. Hay historias felices con ciertos finales tristes que hacen que uno ame más al final en sí que a todo el desarrollo de la misma. Porque es más cálido sentir tristeza por algo que no tuvo que haber terminado, que por algo que terminó porque le llegó su vencimiento. Eso era lo que me hizo llegar a mi casa, abrir esa botella de vino, que quizás estuvo abierta por mucho tiempo, buscar la caja con las fotos, sentarme en la mesa para verlas y para después terminar acostado en la cama con un vaso de agua. Hay historias tristes y hay historias que nunca terminan, a pesar de su supuesto desenlace. ¿Cúal sería la mia? ¿Cúal sería la de la noche de ayer?